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Silvia Romboli, Silvia Romboli, Review of Luigi Ferrajoli, Per una Costituzione della Terra. L’umanità al bivio, International Journal of Constitutional Law, Volume 20, Issue 4, October 2022, Pages 1704–1707, https://doi.org/10.1093/icon/moac080
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El volumen que se describe a continuación tiene un título (Por una Constitución de la Tierra) y un subtítulo (La humanidad en la encrucijada) que revelan perfectamente las dos esencias o almas de su contenido: una primera teórico-institucional, y la segunda de denuncia que tiene como destinatarios a todas las personas del mundo.
En referencia a este segundo carácter, se trata de un libro-manifiesto con el que el renombrado jurista italiano pretende poner de manifiesto las gravísimas emergencias que caracterizan el actual momento histórico, dirigiéndose en particular a aquellos gobernantes que fingen no verlos.
Desde el principio, el autor advierte al lector que, debido a la catástrofe ecológica, por primera vez la humanidad corre peligro de extinción, pero
no una extinción natural como fue la de los dinosaurios, sino un suicidio masivo sin sentido debido a la actividad irresponsable de los propios seres humanos […]. Y sin embargo todos seguimos comportándonos como si fuéramos las últimas generaciones que vivirán en la Tierra (p. 12).
Se señalan por lo menos cinco emergencias cuya solución requiere un cambio cultural: (i) desastres ecológicos; (ii) guerras nucleares y producción de armas; (iii) violación sistemática de los derechos fundamentales y de los derechos sociales; (iv) explotación ilimitada del trabajo, debido a que se admita que las grandes empresas trasladen su actividad productiva a los países pobres; (v) migraciones masivas, determinadas por guerras y condiciones de pobreza.
Después de haber destacado las graves emergencias que necesitan ser atendidas, la segunda “alma” del volumen está dedicada a la búsqueda de una posible solución a ellas, y encuentra su fundamento en la convicción de la necesidad de un nuevo constitucionalismo que supere el nivel exclusivamente estatal.
Hoy, según el autor, nos encontramos ante una encrucijada, en la que se desvela la necesidad de reconocer e imponer garantías constitucionales a nivel planetario diseñadas por la razón jurídica y política.
Las soluciones dispuestas por los Estados de manera individual ya no son posibles ni efectivas; se alude, por tanto, a la figura kantiana de la “federación de los pueblos”, que incluye la elaboración de una “Constitución civil” y la creación de un “Estado de los pueblos” que abrace a todas las poblaciones de la Tierra.
Se hace evidente la necesidad de una actualización de las categorías jurídicas en lo que se refiere a la noción penal de delito, que es claramente inaplicable en los casos señalados anteriormente por la falta de las condiciones exigidas por los principios del derecho penal: principio de legalidad, vínculo causal entre las acciones individuales y el cataclismo ambiental, carácter personal de la responsabilidad.
La propuesta es ampliar la noción de delito, pasando a la de “crímenes de sistema”, que en la actualidad no constituyen delitos, al carecer de los elementos constitutivos del delito mismo.
Si bien el derecho penal, hasta ahora, ha terminado por determinar una suerte de encubrimiento u ocultación de estos delitos, su nueva definición como crimen puede promover su percepción jurídica y social como fenómenos intolerables, revelando las responsabilidades políticas y morales de quienes habrían podido (y tenido) que impedirlos.
Por lo tanto, la atención principal está puesta en la necesidad de ir más allá de los límites (y limitaciones) del constitucionalismo actual.
Es de gran relevancia la naturaleza y el papel que se le reconoce a la Constitución, superando la concepción schmittiana para acoger la de Hobbes, según la cual el fundamento de la democracia no es el principio de homogeneidad y homogeneización de las minorías a las mayorías, sino el de la heterogeneidad:
el valor asociado a todas las diferencias, como requisito previo para su respeto mutuo y su confrontación civil, y por tanto defensa de los derechos de libertad que son todos, en última instancia, derechos a la protección y a la afirmación de las propias identidades diferentes (p. 56).
De ello se deduce que la Constitución, como pacto de convivencia, es tanto más necesaria y urgente cuanto mayores son las diferencias y desigualdades sustanciales; de allí deriva, asimismo, la necesidad de redefinir las nociones de ciudadanía y soberanía, en el sentido de que la primera deja de ser ser un elemento distinto del concepto de persona y pertenece a todos, y por tanto a nadie, y la segunda corresponde al pueblo, en el sentido de que es de todos y por ende de nadie.
Teniendo en cuenta que en un mundo de soberanía desigual ya no es cierto que las decisiones más relevantes son, sobre la base de la democracia representativa, responsabilidad de los poderes democráticos, Ferrajoli considera también necesario “restablecer la democracia a nivel global”. El autor apunta a que, lamentablemente, la crisis del Estado-nación no ha tenido como efecto la construcción de una esfera pública a la altura del proceso de globalización, esto es, “la introducción de límites y constricciones para garantizar la paz y los derechos humanos frente a los poderes transnacionales que han derrocado a los viejos poderes estatales” (p. 68).
Resulta trascendente la reinterpretación del principio de separación de poderes y de la clásica tripartición señalada por Montesquieu, con la sustitución de una bipartición entre funciones e instituciones de gobierno (esfera de lo decidible) y funciones e instituciones de garantía (esfera de lo indecidible), basado en una legitimidad distinta: la representación política para las primeras y la sujeción a la ley y la garantía de los derechos para las segundas.
Es original la distinción entre funciones de garantía primarias y secundarias, según la cual las primeras deben garantizar—algo que hasta ahora ha faltado—la implementación efectiva de los principios y derechos reconocidos por la Constitución a través de la presencia de instituciones específicas (servicio mundial de salud, dominio sanitario público, impuestos globales, etc.).
Las funciones secundarias de garantía están representadas en cambio por intervenciones judiciales, a través de la confirmación de algunos tribunales supranacionales ya existentes y la introducción de nuevos, como un Tribunal Constitucional internacional para garantizar la superioridad de la Constitución de la Tierra sobre todas las demás fuentes y la Corte internacional para delitos de sistema, con competencia para dictar sentencias que no sean de carácter penal, sino “relativas a la verdad”, tendentes, es decir, a esclarecer causas sistémicas y responsabilidades políticas.
Sobre la base de las consideraciones anteriores, nació la idea de dar vida a un movimiento de opinión, con una primera asamblea que se celebró en Roma el 21 de febrero de 2020 para la elaboración de una Constitución de la Tierra, con el objetivo de unificar las muchas batallas en las que están comprometidas miles de asociaciones en todo el mundo y poner límites a los poderes salvajes de la economía y garantizar los derechos humanos y los bienes comunes de todos. Está muy clara, para el autor, la necesidad de una energía política que permita impulsar el salto de civilización que representa el constitucionalismo global y que esa energía sólo puede provenir de la pasión política.
Se considera necesaria una extensión del constitucionalismo más allá del nivel estatal, hacia un nivel supraestatal; y que sea un constitucionalismo de derecho privado, además del de derecho público, y un constitucionalismo de bienes.
Al final del volumen se encuentra la presentación de un proyecto de Constitución de la Tierra, articulado en 100 disposiciones, cuya primera parte contiene los principios supremos y derechos fundamentales también referidos al “constitucionalismo de derecho privado”, entre los cuales cabe destacar el “derecho a emigrar” (art. 14), “la inmunidad de la imposición tecnológica” (art. 19), el “derecho a una renta básica mínima” (art. 29), el “derecho a la paz” (art. 32).
Definitivamente calificativa e innovadora es la previsión, junto a los derechos fundamentales, entendidos en su lógica individualista y personalista, de dos títulos específicos dedicados respectivamente a los “bienes fundamentales” y los “bienes ilícitos”.
El propósito, en el primer caso, es sacarlos del mercado y de la política, creando una “propiedad o dominio planetario” capaz de asegurar su intangibilidad, mientras que en el segundo es impedir la creación de determinados bienes, como los armamentos, que tengan un efecto destructivo.
La segunda parte incluye las instituciones de gobierno global (asamblea general, consejo de seguridad, consejo económico y social, secretaría general), las instituciones primarias de garantía (consejo nacional de derechos humanos, consejo de estado mayor, OMS, organización para la alimentación y la agricultura, para la educación, la ciencia y la cultura, una agencia que garantice el medio ambiente, las prestaciones sociales, el trabajo, la agencia mundial del agua, el comité mundial para las comunicaciones digitales) y las instituciones secundarias de garantía, así como la provisión de un presupuesto planetario, de unos impuestos globales recaudados por un organismo global ad hoc y la cancelación de la deuda pública de los países pobres.
En el volumen se revela con claridad el temor de que la posición expresada sea vista como una mera utopía, como algo imposible, dado que, como escribe Ferrajoli, la respuesta es muchas veces que, frente al Estado actual, “no hay alternativas”. En efecto, hablar de “presupuesto global”, “impuestos globales”, así como de una Carta que recoja en un texto “las tradiciones constitucionales comunes” de países de todo el mundo, o de un Tribunal Constitucional que a través de un proceso incidental o por petición de un Fiscal General decida sobre la conformidad de todas las fuentes de derecho vigentes y sobre los conflictos de atribución con la Constitución de la Tierra, y de una Constitución que entrará en vigor tras su ratificación por treinta Estados, puede suscitar algunos interrogantes sobre la posibilidad de su real implementación.
Luigi Ferrajoli responde, al concluir su escrito, invitándonos a no confundir los problemas teóricos con los políticos, tachando simplemente el proyecto de “utópico o irreal” y ocultando la responsabilidad de la política que podría hacer algo, pero no quiere. Esta visión avala la falacia del “realismo político vulgar”, que termina legitimando y sosteniendo como inevitable lo que, sin embargo, es obra de los hombres. La verdadera utopía es la idea de que la realidad pueda permanecer como está, que todo pueda continuar felizmente como ahora: todo esto, en opinión del autor, no puede durar.
La reflexión de Ferrajoli, inevitablemente, se adscribe entre aquellas que sacuden las conciencias de quienes se preocupan por la tutela efectiva de los derechos fundamentales, incluso respecto de la hegemonía de los mercados, y de los bienes públicos, ya que, como nos recuerda el autor, “la Tierra es para todos nosotros el único planeta que tenemos” (p. 137).